miércoles, 27 de julio de 2011
Salud mental en la vejez y su relación con la infancia.
Ya estamos de vuelta y ahí van mis refelxiones de últimamente relacionadas con la crianza.
Muchas veces, en la vida, vamos con esa sensación de que nos faltan algunas piezas del puzzle de nuestra existencia. A mí el hecho de ser madre me ha abierto los ojos, me puso el espejo delante y dí el paso para dejar de “autoengañarme” con complacencia sobre mi vida y mis vicisitudes. Dejé de poner un parche aquí, otro allá y escogí el camino del investigador que busca justo esas piezas y de repente, aún sin haber grandes avances, ves que todo encaja. No solo en tu vida, si no en la de los demás. Estos días de vacaciones he podido estar con familiares y padres de amigos muy mayores con dolencias propias de la senectud en este caso relacionadas con la capacidad intelectual y emocional. El tema de cómo acabamos nuestros días y su relación con la primera infancia ignoro si ha sido tratado, me imagino que sí. Veo con perplejidad como muchos neurólogos se pierden en los diagnósticos, los dan para tranquilizar a las familias que necesitan un nombre: demencia, alzheimer, atrofia cerebral y si el paciente tiene algo físico con que justificarlo mejor que mejor, ya tenemos la coartada, atrás queda silenciado lo que hayamos podido sufrir desde que fuimos gestados.
Es cierto que nuestras células se oxidan, que vamos necesitando ayuda sí, pero hay algo todavía más cierto, la forma en que hemos sido “nosotros mismos” o nos han dejado determina nuestra salud mental incluso esos días. Bajo mi humilde punto de vista, creo que la manera en la que acabaremos nuestros días en este mundo está íntimamente relacionada con nuestro sistema límbico y la forma en la que este guarde resquemores de la primera infancia. Toda esa careta social que nos hemos puesto a lo largo de nuestra vida se resquebraja y nacen personas mayores que, progresivamente, van perdiendo en interés por vivir (algo totalmente legítimo) o en el peor de los casos se vuelven agresivos, se abandonan, enferman, se deprimen, pierden la memoria. Me decía una amiga que su padre, de unos 80 años, que sufre una vejez terrible, con muchísimo sufrimiento, ataques de ira...apatía, un hombre de apariencia respetable, abogado intachable, toda una vida de rectitud, padecía depresiones “endógenas” desde siempre. Endógenas, dije yo, qué eufemismo y acto seguido pregunté como había sido su niñez. Muy mala. No tuvimos que seguir hablando, al menos ella lo sabía. También es cierto que este tampoco es un gran país para hacerse viejo.
Se sabe con certeza que en situaciones de estrés crónicas desde que somos gestados y mientras nuestro cerebro racional se completa se segregan las hormonas cortisol y andrenalina. Esto provoca que los circuitos cerebrales, y las sinapsis ante ciertos acontecimientos de la vida o incluso ante nimiedades, recorran caminos “equivocados” esto es, dicho coloquialmente, se sufre una “alergia emocional” (es como si acudiesen los bomberos a apagar una casa que no está en fuego) y se reacciona de forma desmesurada o destructiva para con nosotros mismos o el resto del mundo. Luego está la resiliencia, pero no vamos a centrarnos en las excepciones.
Estas situaciones de estrés, que casi todos ignoramos que pudieron haber sucedido (quién nos habla de estas cosas?) y que se mencionan se nos antojan a veces muy abstractas. Intentaremos concretarlas: un bebé desentendido que llora desesperado buscando brazos y consuelo, un bebé o un niño que es obligado a comer, a estarse quieto, a no tener rabietas, ni deseos, ni emociones, y se reprimen de forma violenta, un niño de año y medio o dos años humillado, vejado, al que se le ponen etiquetas, al que no se le presta atención, al que se le dice que no sirve para nada o al que se le pegan palizas brutales, castigado solo en habitaciones, criado de forma negligente, anulando su YO constantemente en forma de la tan temida amenaza: si te portas como YO quiero te amaré, si no, NO. Todo desde la más mezquina complicidad de nuestra sociedad, que pone una sonrisa de sorna a todo esto y lo interioriza como lo NORMAL, mirando para otro lado.
Cuántos Yoes auténticos perdidos yacen en cada uno de nosotros! Todo hecho “por nuestro bien” y desde el amor, como ese amor que profesa el maltratador a su víctima, le pega porque la quiere, porque no sabe quererla de otro modo, así se lo han enseñado o lo ha visto.
Dice la doctora Christiane Northrup en su libro Madres e Hijas, que los hijos jamás superan la edad emocional de los padres a nos ser que haya de por medio algún trabajo personal duro y constante a lo largo de los años que rara vez funciona si no es de la mano de alguien experto. Nuestra edad emocional la marca nuestra primera herida primitiva, nuestro primer atentado contra nuestra dignidad física o psicológica, contra nuestra humanidad. La antropóloga Margaret Mead entre otros, así como estudiosos de la teoría del apego como John Bowlby calificaron las sociedades entre pacíficas y violentas (contra ellas mismas y los de su especie) de acuerdo con las relaciones entre la madre (o figura de apego primario) y el hijo o hija los primeros años. Los japoneses tienen un término para referirse al amor primario, algo que es, poéticas aparte, un tema químico característico de nuestra especie. Las sociedades patriarcales se encargaron de eliminarlo, sometiendo a hijos y mujeres y haciendo del desamparo y el desapego su bandera, así se manipula mejor y se le da más importancia a lo que se ve. No importa si somos bebés de meses o niños de 5 años, estas agresiones se pueden dar de mil maneras. Y el/la que más o el /la que menos las hemos padecido. Aunque hay casos más graves que otros, sin duda.
Hace relativamente poco tiempo me enteré de que una abuela mía, la paterna, por suerte, si hubiese sido la materna me imagino que el fiasco en mi persona hubiese sido mucho peor, sufrió abusos sexuales reiterados en la infancia por parte de su padre. Los abusos sexuales nunca los había visto de la forma que me propuso Laura Levin, psicoterapeuta del equipo de Laura Gutman: el problema del abuso no es tanto que a una o a uno lo vejen de mil maneras, es que una, o uno, convive en la misma casa con una madre (quizás abusada también) que “tolera” o “entrega” con consentimiento a ese hijo a su marido o a otra persona. Una madre que no nos ama, así lo sentimos en lo más profundo de nuestro ser, aunque nos repitamos lo contrario por pura supervivencia, hasta el final de nuestros días, es ahí cuando viviremos siempre cortocircuitados, neuróticos de por vida: nuestro cerebro racional y nuestro cerebro emocional, nos estarán dando informaciones contradictorias.
Nuestro narcisismo primario no resuelto (etapa egocéntrica castrada) por tanta represión nos hará ser niños eternos , reaccionaremos como esos bebés o esos niños que no nos dejaron ser violando nuestras necesidades primarias de calor, consuelo, respeto, sinceridad, comprensión, presencia real… Buscaremos a esa madre que nunca tuvimos (en amigos, parejas, incluso en nuestros hijos!), y generaremos una dependencia emocional enfermiza hacia su persona, para siempre.
Una madre que fue dañada en su integridad desde su nacimiento es muy poco probable que conserve la capacidad de amar, ella creerá que quiere a sus hijos y se encargará de repetirlo y hacerlo ver desde la moral, la religión o la ética, los hijos crecerán pensando en lo mucho que los “quisieron” sus padres, pero no se podrán explicar esa sensación de vacío, desorden, destructividad, desamparo y falta de autoestima que les acompañará toda la vida y que se precipita como una catarata cuando entramos en la vejez. Como bien dice Alice Miller, ese niño o esa niña se irá a pescar con su amantísimo padre o madre, si saber que este o la otra están arruinando su existencia. Puede haber doctores en filosofía por la Universidad de Harvard con una edad emocional de 2 años como los que caminamos por las calles de cualquier ciudad, cualquier día del año. La "herida primitiva" como se refiere John Bradshaw está ahí, puede agazaparse en las más diversas formas y marcará nuestra salud mental y física el resto de nuestros días. Lo veremos en el trato con nuestros hijos, en nuestras adicciones, en nuestras necesidades que siempre estarán ocultamente por encima de las de los demás, depresiones (tristeza crónica o permanente, incluso en la infancia), problemas de salud, la herida se abre de multitud de formas porque el cuerpo nos pide drenarla.
Es en la vejez cuando se es “dos veces niño” y estaría bien preguntarnos por qué de vez en cuando.
Publicado por
Patricia
en
0:29
Enviar por correo electrónicoEscribe un blogCompartir en XCompartir con FacebookCompartir en Pinterest
Etiquetas:
Impresiones personales,
infancia
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Gracias por volver Patricia...
ResponderEliminarPaty qué post de enmarcar guapa...impresionante el análisis y como siempre tan lleno de verdades. Reflexionaré mucho sobre esto, me ha hecho clic en muchas de las cosas que señalas.
ResponderEliminargracias!
Me encanta este post, eres toda una profesional! Crack!!!!
ResponderEliminar